- La ciudad como mecanismo
caníbal.
Tras la publicación en 1918 del primer volumen de The Polish Peasant in
Europe and America se inició una nueva mirada hacia el inmigrante, que a la luz
de la asimilación de la ciudad a un sistema vivo basado en el intercambio y la
cooperación entre las unidades copresentes, lo establecía como demográfica y
funcionalmente indispensable para la viabilidad, la renovación y la continuidad
de toda sociedad urbano-industrial. Es
por este hecho por el que una ciudad puede ser entonces pensada como un colosal
mecanismo caníbal, cuyo mantenimiento básico son estos inmigrantes que atrae en
masa, pero que nunca acaban de satisfacer su apetito. Es por ello, por lo que
en la ciudad nadie debería ser considerado intruso, básicamente porque no
existe nadie que no lo sea. Todo el mundo es inmigrante, o hijo, o nieto de
inmigrantes, todos vinieron de fuera alguna vez.
- Inmigración: problema o
solución.
¿Qué justifica un discurso que, contradiciendo toda
evidencia, se empeña en plantear la presencia de inmigrantes en las ciudades de
Europa como una fuente de inquietud, como una amenaza o como una difícil
cuestión que hay que resolver? Es más, ¿a qué viene esta insistencia en mostrar
como un problema lo que en realidad ha sido una solución, la única, para
asegurar la supervivencia misma de las sociedades urbanas? En paralelo a todo
esto, si, como proclamábamos, todo urbanita debería reconocerse a sí mismo como
el resultado más o menos directo de una migración, ¿qué es lo que nos permite
designar a alguien como “inmigrante”, mientras que se dispensa a otros, que lo
merecerían plenamente, de tal calificativo? ¿Quién, en la ciudad, merece ser
designado como inmigrante? ¿Y por cuánto tiempo?
- Inmigrante: personaje
imaginario.
Delatar que aquél al que llamamos inmigrante no es una figura objetiva,
sino más bien un personaje imaginario, no desmiente sino, al contrario,
intensifica su realidad. Diciéndolo de otra forma, es cierto que hay
inmigrantes, pero aquello que hace de alguien un inmigrante no es una cualidad,
sino un atributo, y un atributo que se le aplica desde fuera, como un estigma y
un principio negativo. El inmigrante sería, sin duda, un exponente perfecto de
aquello que Gilles Deleuze llama un “personaje conceptual”. El inmigrante es aquél
que, como todo el mundo, ha recalado en la ciudad después de un viaje, pero
que, al hacerlo, no ha perdido su condición de viajero en tránsito, sino que ha
sido obligado a conservarla a perpetuidad. Y no únicamente él, sino incluso sus
descendientes, que deberán arrastrar como un condenado la marca de desterrados
heredada de sus padres y que hará de ellos aquello que, contra toda lógica
semántica, se acuerda llamar “inmigrantes de segunda o tercera generación”
- Maketos, xarnegos y grado de
inmigridad.
Existen un tipo de inmigrantes, que pueden estar plenamente integrados
social y políticamente, pero que, a pesar de ello, presentan un problema de
“adaptación cultural”, es decir que tienen dificultades a la hora de vivir como
los supuestos nativos. Su destino es encontrar acomodo en la banda más baja, en
el límite o más allá del supuesto universo simbólico-cultural que se considera
preexistente a su llegada. Se trata de grupos que han llegado desde el campo, a
los que despectivamente se puede llamar “paletos”, campesinos, pueblerinos,
etc. Pero, sobre todo, se trata de personas procedentes de zonas deprimidas y
consideradas social o culturalmente inferiores del propio Estado. En Europa
éste es el caso de los terroni, italianos meridionales emigrados al norte; de
los xarnegos o los maketos de
Catalunya y el País Vasco respectivamente; de los norirlandeses católicos en
Inglaterra, o de los ossis, alemanes del Este desplazados a la antigua
República Federal. En todos los casos se trata de individuos cuya situación es
plenamente legal y que gozan de una ciudadanía plena o casi, pero que, a pesar
de ello, y a causa de sus costumbres, de su lengua o del temperamento que se
les supone, pueden ser vistos como perturbadores de la integridad cultural de
la comunidad receptora, incluso como una amenaza para su propia supervivencia.
En este caso
no puede hablarse ya de un mínimo porcentaje de la población total -entre el 1
y el 10 %-, sino que pueden suponer el 40 ó el 50 % del conjunto de la
población “legal” del territorio que un grupo considera como propio de su
cultura. El inmigrante no es identificado entonces como responsable de los
índices de paro, de peligros para la salud pública o del incremento de la
delincuencia, sino, por encima de todo, como una fuente de peligro para la
existencia misma de la nación que le acoge.
5.
Pretérito
magnífico de la ciudad utópica
Como resistencia a la hibridación generalizada y a la incongruencia crónica
del modus urbano de vivir se conforma la memoria de una ciudad prístina y
esplendorosa, la ciudad familiar, comprensible y tranquila que existía antes de
la llegada de los “extranjeros”, y que estos han alterado hasta hacerla
irreconocible: la ciudad anterior, sueño de una ciudad ordenada, lisa, dividida
en zonas fáciles pero no obligatoriamente accesibles. Esta metrópoli utópica no
se inscribe en el futuro, pues es, sobre todo, una ciudad que el imaginario
político ha inscrito en el pasado, en el pretérito magnífico en el que aquéllos
que se imaginan a sí mismos como los auténticos y legítimos ciudadanos habían
podido disfrutar a solas de su ciudad. Son los recién llegados los que han
impuesto la confusión, el malentendido, la incertidumbre, el enmarañamiento,
los que han creado una ciudad en la que no hay nada orgánico, un espacio sin
territorio ni código, disperso pero opaco: aquello que Foucault (1984: 3)
denominó una heterotopia.